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20/11/09

Isabel. "La reina niña"

Fue Isabel una niña algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prácticamente analfabeta. En lo que re­sultó precoz fue en el sexo; en parte, porque había heredado el ca­rácter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la co­rrompieron sus propios tutores. A los trece años, declararon su mayoría de edad y, a los dieciséis, la casaron con su primo Fran­cisco de Asís, ocho años mayor que ella y descendiente también de Felipe V, el primer Borbón español. Francisco de Asís era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿Qué puedo decir—se lamentaba Isabel— de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo? El pueblo, con mordaz inge­nio, lo apodó Pasta Flora y Doña Paquita.
En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isa­bel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, quería que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho. Creció Isabel, más a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondríaca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas.
La reina era muy fogosa y tuvo decenas de aman­tes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colo­nias, porque, según las gacetas, “le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina”. Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que na­cían muertos o morían lactantes eran los que engendraba de su
primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el pri­mero, una niña, del apuesto comandante José Ruiz de Arana, y el siguiente, un niño, el rey Alfonso XII, del bizarro capitán de inge­nieros Enrique Puig Moltó. Más adelante, tuvo otras tres niñas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.
Sepa el escéptico y quizá algo sorprendido lector que desde el punto de vista dinástico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleónico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido. Ahora, con tanta prueba genética, no sabemos en qué acabará la cosa.
Por cierto que, para que se vea el carácter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultándola predijo que estaba em­barazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el título de mar­qués del Real Acierto.
Dos influencias predominantes hubo en la corte de los mila­gros, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo, ator­mentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria, que había sido procesada por fingidora de milagros y que, aprove­chando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo, que coloca­ba a sus recomendados en los mejores puestos de la administra­ción pública (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).

Muchos generales

Al final de la regencia de la reina, el general Espartero había go­bernado dictatorialmente, con las Cortes disueltas. Un pronun­ciamiento lo derrocó y restituyó una sombra de gobierno par­lamentario que nuevamente desembocó en dictadura, esta vez con el general Narváez. Y después de Narváez, en 1854, tras otro pronunciamiento, gobernó el general O’Donnell, que llegó a un acuerdo con Espartero, para encabezar dos partidos que se alter­naran en el poder, la Unión Liberal de O’Donnell y los modera­dos de Narváez. La política nacional no era aburrida ni previsible porque a los endémicos pronunciamientos, con su secuela de mo­vilizaciones funcionariales, destierros de unos y regresos triunfa­les de otros, había que sumar una guerra en Africa (en la que Juan Prim tomó Tetuán), y otra en el Pacífico.
Hacia mediados de siglo la economía del país comenzó a prosperar y las inversiones de capital extranjero, especialmente francés, hicieron posible un cierto despegue económico: se abrie­ron fábricas textiles en Cataluña y acerías en el País Vasco, se in­tensificó la explotación minera, se tendieron ferrocarriles. En este ambiente propicio, surgieron los primeros especuladores, como el marqués de Salamanca, y una oligarquía de industriales enrique­cidos, que constituyeron dinastías bancarias y empresariales, algu­nas de las cuales perduran todavía.
La reina, envalentonada, arrinconó a los elementos progresis­tas y provocó con ello una terrible marejada en las medanosas aguas de la política nacional. El papa, siempre al quite, apoyó la nueva orientación de la monarquía, tan conveniente para los in­tereses de la Iglesia. Años antes se había resistido a bautizar a Al­fonso XII por ser hijo adulterino, pero echando pelillos a la mar, y comprendiendo que, si la monarquía caía, la Iglesia perdería su secular aliado, no vaciló en apoyar a Isabel, y hasta la condecoró con la más alta distinción vaticana, la Rosa de Oro. «Santo Padre, ¡es una puttana!», objetó un cardenal de la curia. A lo que Pío IX replicó: «Puttana, ma pia (Puta, pero piadosa).»
El ala progresista, en vista del viraje autoritario de Isabel, se agrupó a la sombra del general Prim, que odiaba a los Borbones, y de los destacados generales Serrano y Domínguez. En 1868, triunfá el pronunciamiento de una parte del ejército, secundado por el pueblo, en lo que se ha llamado Gloriosa revolución. El vo­luble y tornadizo pueblo, por el que Isabel se creía adorada, se echó a la calle al grito de «Abajo la Isabelona, fondona y golfona», y el general Serrano, antiguo amante de Isabel, derrotó a las tro­pas de la reina en la batalla del Puente de Alcolea (aun existe el puente, bello y de piedra, cerca de Córdoba). Así terminaron los marchitos esplendores de la corte de los milagros. Isabel, que estaba veraneando en San Sebastián, sólo tuvo que recorrer unos ki­lómetros para ponerse a salvo en Francia: «Creía tener más raíces en este país», declaró al traspasar la frontera.




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