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26/6/10

Seda, Alessandro Baricco


Ni una novela ni un cuento (o eso dice su autor) Una historia. ..en cinco personajes os la presento
I.- Hervé Joncour. Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico le dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla.
Habrán observado que son personas que contemplan su destino de la misma forma en que la mayoría acostumbra a contemplar un día de lluvia.

II.- Baldabiou era el hombre que veinte años atrás había llegado al pueblo…Él construyó una hilandería junto al río, una cabaña para la cria de gusanos de seda al abrigo del bosque… había revelado, sin más problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que ganar dinero a espuertas. Enseñar. Y tener secretos que contar. Así era aquel hombre.

III. A las puertas de Lavilledieu abrazó a su mujer Hélène y le dijo simplemente
-No debes tener miedo de nada.
Era una mujer alta, se movía con lentitud, tenía un cabello negro que nunca se recogía en la cabeza. Tenía una voz bellísima.
….
El primer domingo de abril-justo a tiempo para la misa mayor-llegó [Hervé Joncour] a las puertas de Lavilledieu. Vio a su mujer que corría a su encuentro, y notó el perfume de su piel cuando la abrazó, y el terciopelo de su voz cuando le dijo.
-Has vuelto.
Dulcemente.
-Has vuelto.

IV e V.- Hara Kei estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo, en la esquina más alejada de la habitación. Vestía una túnica oscura, no llevaba joyas. El único signo visible de su poder era una mujer tendida junto a él, inmóvil, con la cabeza apoyada en su regazo , los ojos cerrados, los brazos escondidos bajo el amplio vestido rojo que se extendía a su alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por los cabellos: parecía acariciar el pelaje de un animal precioso y adormecido….


En la habitación todo estaba tan silenciosos e inmóvil que pareció un hecho desmesurado lo que acaeció inesperadamente, y que sin embargo no fue nada.
De pronto,
sin moverse lo más mínimo,
aquella muchacha
abrió los ojos.
Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajó la mirada instintivamente hacia ella y lo que vio, sin dejar de hablar, fue que aquellos ojos no tenían sesgo oriental, y que se hallaban dirigidos, con una intensidad desconcertante, hacia él: como si desde el inicio no hubieran hecho otra cosa, por debajo de los párpados.

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