Cuando conocí a Erhard Frommhold, a principios de los años cincuenta, el centro de Dresde todavía estaba arrasado. El bombardeo aliado acaecido el 13 de febrero de 1945 había matado en una sola noche a cien mil civiles, la mayoría de ellos abrasados a temperaturas que alcanzaron casi los mil grados centígrados. Por esos años, Frommhold era editor en WEB Verlag der Kunst. Fue mi primer editor. Me publicó un libro sobre el pintor italiano Renato Guttuso; y esto varios años antes de que apareciera un libro mío en Gran Bretaña. Gracias a él descubrí que, pese a mis dudas, era capaz de terminar un libro. Erhard era una persona ágil; tenía aspecto de atleta o de futbolista. Tal vez más esto último, pues procedía de una familia obrera. Tenía una energía asombrosa, concentrada y poco comunicativa, en cierto modo parecida al pulso que le latía en la base del cuello. Tanto esta ligera energía suya como la devastación de la ciudad eran un testimonio en aquel momento de la fuerza de la historia. Entonces era la historia la que se escribía con mayúscula, y no las marcas comerciales. Lo que significaba o prometía la Historia, sin embargo, estaba abierto a interpretaciones varias. ¿Era o no mejor dejar las cosas estar? Erhard era dos años menor que yo, pero cuando lo conocí en Dresde pensé que me llevaba varios años. Tenía más experiencia, había vivido más Historia. Fue una especie de hermano mayor elegido. Hoy, cuando todos los Malos Gobiernos del mundo han declarado obsoletos los principios de Fraternidad e Igualdad, puede que esto suene sentimental, pero no lo era. No teníamos la intimidad que a veces comparten los hermanos naturales. Lo que compartíamos fraternalmente era cierta confianza: una confianza existencial que se derivaba, a fin de cuentas, de una lectura marxista de la historia. ¿Lectura o perspectiva? Perspectiva, diría yo, pues lo esencial era otro sentido del tiempo, el cual podía acomodar tanto el largo plazo (siglos) como lo urgente (mañana a las dos y media de la tarde). Nunca hablábamos de política en mucho detalle, en parte porque no compartíamos una lengua común, pero también porque los dos éramos secretamente inconformistas y nos oponíamos a toda simplificación. Los dos escuchábamos atentamente a Bertolt Brecht, a quien habíamos nombrado tío de elección. Uno de los relatos de las Historias del señor Keuner, de Brecht, trata de Sócrates. Sócrates está oyendo pontificar interminablemente a uno de los sofistas, hasta que acaba por dar un paso adelante y afirmar: ¡Sólo sé que no sé nada! Esta frase es acogida con un aplauso ensordecedor. Y el señor Keuner se pregunta si Sócrates tenía algo que añadir o silo que venía a continuación quedo ahogado por el aplauso durante los dos mil anos siguientes. Cuando oíamos esto, sonreíamos y nos mirábamos. Y en algún lugar, tras nuestro acuerdo, estaba el reconocimiento tácito de que cualquier iniciativa política original tiene que comenzar siendo clandestina, no por gusto del secreto, sino a causa de la paranoia innata de quienes detentan el poder político. En la República Democrática Alemana todo el mundo era consciente de la historia, de sus legados, de su indiferencia y de sus contradicciones. A algunos les contrariaba, otros intentaban sacar provecho de ella, la mayoría se centraba en sobrevivir dejándola de lado, y unos pocos ?muy pocos? intentaban vivir con dignidad al tiempo que la miraban cara a cara día y noche. Erhard se encontraba entre estos últimos. Por eso era un ejemplo para mí, un héroe que tuvo una profunda influencia en lo que estaba intentando llegar a ser. El suyo no era un ejemplo intelectual, sino ético. Me lo ofrecía el simple hecho de observarlo y tratar de responder a su proceder cotidiano, a la manera precisa que tenía de encarar los sucesos y de tratar con la gente. ¿Puedo definirlo? Nunca llegué a formularlo ni siquiera para mí mismo; era un ejemplo mudo, semejante a un tipo particular de silencio.
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JOHN BERGER, El cuaderno de Bento, Alfaguara, 2012, pp. 49-53.
NOTA. Xentileza, unha máis, de Francisco.
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