Casi sin excepción todas las culturas han tratado
de perpetuar los nombres más allá de los hombres. De ahí los ritos
funerarios, las tumbas, los monumentos, las infinitas inscripciones que
en mil idiomas han escrito el libro de la supervivencia. Lo que
llamarnos arte es, en gran manera, la perseverancia de los nombres, y de
sus imágenes, frente a la muerte. No obstante, si además de enterrar
los cadáveres hubiéramos tenido desde el principio el hábito de enterrar
los nombres como acostumbran a hacer ciertos pueblos africanos,
viviríamos sin memoria y, lo que es lo mismo, sin Historia. Cada muerte
sería absoluta al igual que cada nacimiento. Vivir en un mundo sin
recuerdos puede parecer aterradoramente cruel por ser, precisamente,
aterradoramente libre.
(Amnesia)
RAFAEL ARGULLOL, El cazador de instantes. Cuaderno de travesía (1990-1995), Acantilado, Barcelona, p. 28.
Nova aportación franciscana (vid. palabrasmaldichas.blogspot)
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